jueves, 25 de noviembre de 2010

Dondín con Esteban y las hadas

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Cierto día se encaminaba Dondín a la casa de Esteban, su protegido, a quien cuidaba en tanto sus padres se afanaban en el molino. La mañana era alegre y luminosa, los pajarillos revoloteaban gozosos antes de llegar a sus nidos para alimentar a sus polluelos. Los colibríes libaban golosos el dulce néctar de las flores y las abejas zumbaban en su diario trajín, buscando su alimento y ayudando a la polinización de las plantas.

En su camino, entre tréboles, pastizales y familias de hongos multicolores, Dondín caminaba, silbando una melodía que su madre les cantaba cuando eran pequeños y que siempre que se encontraba tranquilo y feliz, le venía a la memoria. De pronto se acercó a su rostro una hermosa mariposa de alas transparentes y colorido cuerpo, quien traviesa, le hizo cosquillas en la nariz con su vivo aletear.

—¡Oye, pequeña!, que me das comezón en la nariz. Ja, ja, ja.

Entonces, la mariposa se posó en el hombro del duende y le dijo:

—Ni me has reconocido, Dondín, querido amigo, soy Pamela, el hada del bosque en la roca.

—¡Oh, Pamela, qué bueno que vienes!, ¿En donde has dejado a tus hermanitas?

—Hoy se han quedado en casa, solamente me acompaña Andy, que se encuentra posada en tu sombrero.

—Vaya con la pequeña traviesa, dijo el duende quitándose el sombrero con cuidado, para observar a la hermosa mariposa.

—¿Cómo has estado, Andy?, preguntó interesado Dondín.

—Bien, Dondín, ¿hacia donde te diriges?

—Tengo que llegar a la casa de Esteban, un pequeño amiguito a quien debo cuidar, ese es mi encargo hasta que él deje de creer en mi.

—¿Podemos acompañarte?, preguntaron al unísono las dos haditas.

—Eso me encantará, dijo gustoso el duende y a Esteban le gustará conocer a mis dos bellas amiguitas. Vamos pues, debemos cruzar el estanque y le pediré a mi amigo el sapo que nos cruce.

A fin de que el sapo no las fuera a confundir con su almuerzo, las haditas se convirtieron en dos bellas niñas, del tamaño de Dondín y tomados de las manos, los tres caminaron alegremente en busca del sapo del estanque.

Al llegar a la orilla, miraron al gran sapo verde adormilado bajo unas hojas, lo que lo hacía casi invisible al ojo no acostumbrado a la naturaleza. Estaba medio dormido, pero alerta al movimiento circundante, a la espera de algún descuidado visitante que pudiera servirle para el almuerzo. Cuando sintió la presencia de alguien en la cercanía, volvió sus saltones ojillos y vio a su viejo amigo, dándole la bienvenida con su gruesa voz.

—Hola, viejo amigo, dijo el sapo, veo que te acompañan dos hermosas jovencitas, ¿también son duendes?

—No, Sapolín, que tal era su nombre, estas amiguitas son las hadas del bosque en la roca y vienen a visitarme. Necesitamos cruzar el estanque y quiero ver si tus nos haces el favor de llevarnos.

—Será un verdadero placer, dijo galante el sapo y aprovecho para ver si en la otra orilla me va mejor con mi almuerzo, pues no he comido nada en toda la mañana. Por favor, suban a mi espalda y hagámonos a la mar, dijo bromista el sapo.

Los tres viajeros subieron a la espalda del batracio y alegres empezaron a cruzar el estanque, siendo una nueva experiencia para las dos haditas, quienes siempre lo habían contemplado desde las alturas, a buena distancia de la voraz lengua de los sapos y ranas, habitantes naturales del hermoso estanque. Pronto llegaron a la otra orilla, bajando del cómodo transporte y agradeciendo su gentileza.

—Gracias, señor Sapolín, dijo educada Pamela, ha sido usted muy gentil al traernos.

—Es un verdadero placer, hermosas damitas, cuando quieran cruzar, solamente búsquenme y con gusto lo haré.

Contentos, los tres amigos se retiraron en busca de Esteban, a quien encontraron jugando con unos dados de madera, sentado en la fresca hierba, al frente de su casa, en tanto su madre se ocupaba en tender alguna ropa que acababa de lavar. Al ver llegar a su amiguito, expresó su alegría con risas y balbuceos, haciendo voltear a su madre, quien sonrió satisfecha de ver feliz a su hijo, pero sin ver a los pequeños seres que se acercaban.

—Hola, Esteban, saludó Dondín, hoy he traído conmigo a estas dos hermosas haditas, Pamela y Andy, quienes querían conocerte.

—¡Oh, en verdad son bonitas!, expresó con sus balbuceos, que, desde luego, las hadas entendían, al igual que Dondín, mi mamá me ha dicho que las hadas viven en castillos encantados, ¿me pueden llevar al castillo del cuento?

—Será un placer hacerlo, Esteban, pero, ¿tú que dices, Dondín?

—Podemos hacerlo mediante nuestra magia, para que el tiempo transcurrido solo sea un instante en la vida de Esteban, así su madre no notará su ausencia.

—Pues nosotras estamos listas, dijo la traviesa Andy, tomando de las manos a su hermanita y a Esteban.

Dondín hizo lo mismo y pronunció la palabra mágica: ¡VOLAFFF! Y al instante, los cuatro amigos estaban volando sobre el bosque, entre las risas de satisfacción del niño. A los pocos minutos divisaron un hermoso castillo que se alzaba en la cima de una montaña, horadando con sus torres las blancas nubes.

—¡Miren!, gritó Esteban, es el castillo de mi cuento.

Cuando llegaron, descendieron en el puente levadizo que permitía la entrada. Una Guardia de apuestos gnomos, les saludaban con banderas de mil colores, los cuatro viajeros pasaron, siendo recibidos en la Torre del Homenaje por el Hada Reina, quien les dio la bienvenida a nombre de toda la Corte.

—Esteban, dijo ceremoniosa, eres bien venido al castillo de tu cuento, como verás, todo lo que te ha contado tu madre, en realidad existe en este mundo de fantasías, donde los niños como tú, viven los mejores tiempos de su infancia. Aquí encontrarás árboles que sonríen y te ofrecen paletas de dulce que crecen entre sus ramas. Arroyos de caramelos y muchos amigos con quienes jugar.

Esteban corrió a montar un caballito de madera que en el acto salió al galope, para llevarlo por todo el castillo. El niño encontró a su oso de peluche, que correteaba entre sus dados de colores y miró las mariposas de papel que su padre le hacía, que revoloteaban de ventana en ventana. Se acercaron al arroyo y tomó un puño de caramelos, llevándose uno a la boca, chupando encantado el dulce de la golosina; mientras tanto, Pamela y Andy, convertidas en mariposas, volaban a su alrededor, haciendo las delicias del niño. Cuando consideraron que era hora de volver, agradecieron a la Reina de las Hadas por su hospitalidad y, juntos los cuatro, volvieron al jardín de la casa de Esteban, donde su madre terminaba de tender su ropa. Volteó a mirar a su hijo y se acercó a él, le acarició la cabeza y mirándolo, preguntó:

—¿De dónde sacaste ese caramelo, mi amor?

Solo escuchó los balbuceos del niño y no escuchó las risas de las haditas y el duende, quienes le hacían monerías al niño. Cundo se puso el sol, se despidieron de Esteban y cada uno voló a su casa, prometiéndose repetir el paseo.


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