miércoles, 23 de febrero de 2011

Dondín y la cueva encantada (V)

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Cierto día de primavera, por cierto un fin de semana y por tanto no había clases, Dondín salió muy temprano de su casa, iba a reunirse con sus hermanos para trabajar en la mina, pero ellos, por ser ya mayores, salían desde mucho antes de amanecer. La salida de su casa estaba oculta entre una auténtica selva de hongos, los cuales habían crecido con las lluvias nocturnas de la temporada; por tanta humedad, los hongos había alcanzado un tamaño extraordinario, de manera que el joven duende podía caminar bajo ellos como si fueran árboles. Dondín caminaba muy orondo, con sus orejas puntiagudas, su prolongada nariz respingada, su gran sombrero verde, adornado con una hermosa pluma blanca, su chaqueta y pantalones rojos, así como unos bellos zapatos rojos de puntas rematadas por el alegre tintineo de cascabeles.

Los hongos presentaban formas y colores diferentes: Unos eran blancos, planos y redondos, de tallo robusto; otros eran blancos con motas rojas y azules, de forma cónica y también tallo grueso. Los había grandes y planos, como hojas de espárrago, de tallos delgados y flexibles; otros mas que parecían paraguas enormes, de colores muy vivos. Todo ello daba un toque colorido y festivo al paisaje que nuestro amiguito iba recorriendo. Dondín caminaba distraído, disfrutando de la fresca mañana; las plantas y flores aún presentaban el brillante adorno del rocío matutino y sus gotas parecían joyas finas adornando la naturaleza. El duende aspiraba con fruición los dulces aromas de las plantas y las flores, algunas mariposas revoloteaban sobre los macizos de flores, en busca del dulce néctar; colibríes multicolores, como joyas voladoras, sumergían sus largos picos para libar el néctar, suspendidos en el aire por sus vertiginosos movimientos de alas, cuando quedaban saciados salían volando a velocidades increíbles, rumbo a sus nidos, para alimentar a sus diminutas crías.

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