martes, 3 de marzo de 2009

Dondín y la historia de Bronzo

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Hacía ya varios meses que Esteban había estado enfermo, cuando Dondín le contó la historia de un singular burrito que hablaba; ahora Esteban tenía buena salud, por lo que Dondín y él tenían tiempo para jugar en el campo y, desde luego, para platicar, en tanto los molineros, padres de Esteban, se dedicaban a sus diarias ocupaciones, ajenos a la existencia del duende.

El niño no había olvidado la promesa de Dondín, acerca de seguir contándole las aventuras del dichoso asno parlante, por lo que pidió al duende que le contara otra historia de Bronzo el burrito.

Dondín accedió al pedido de Esteban y ambos buscaron un sitio fresco y sombreado en el jardín, por lo que se acomodaron bajo un frondoso árbol; Dondín se recostó contra una gran raíz y procedió a contar a su protegido una nueva aventura.

Mucho antes que Bronzo naciera y fuese adquirido por el Príncipe, su madre vivía en un pueblo de la montaña, su dueño era un comerciante en granos llamado Pánfilo, quien realizaba grandes viajes de pueblo en pueblo. El arriero poseía cuatro mulas fuertes, un macho para su cabalgadura y una burra en la que transportaba sus alimentos, ropa y equipo para las acampadas. Su negocio consistía en adquirir algún grano y llevarlo a otro pueblo, donde compraba otros granos y los transportaba a otros poblados; en cada operación le quedaban unos duros; así iba haciendo negocio, aquí compraba frijol y lo llevaba a donde se requería; adquiría lenteja en ese lugar y ya sabía en qué pueblo se lo comprarían; en ese punto lo cambiaba por maíz y llegaba el día de mercado a tal o cual poblado. Definitivamente, era un hábil comerciante y un hombre bueno, a todos saludaba con cortesía y a sus animales los trataba con consideración, los descargaba cuando llegaban a pasar la noche, los cepillaba y les proporcionaba buen alimento, para que se conservaran fuertes y sanos.

Pánfilo, el arriero, era un hombre maduro, de unos cincuenta años, hombre recio de carácter y de cuerpo; acostumbrado a caminar grandes distancias y a dormir en campo raso, conocía bien los caminos y los peligros que podía encontrar; por tal razón, nunca llevaba encima mas de unas cuantas monedas de plata, lo suficiente para comer y alquilar un jergón en alguna hospedería, pero las monedas de oro y la mayoría de plata las ocultaba en unos sacos de harina de trigo que cargaba en la burra, debajo de los bultos de alimentos y ropa.

Cierto día, ya casi al caer la noche, se encontraba el arriero llegando a un claro del bosque, donde tenía pensado pasar la noche, pues un poco mas abajo de la ladera discurría un cantarín y cristalino arroyo y para llegar al siguiente poblado, aún le faltaba una larga jornada de camino. De pronto, de entre los árboles salieron seis horribles bandoleros empuñando sendos puñales; era la banda del Rojo Segismundo, un famoso y despiadado bandolero de cabellera roja, de donde tomaba su nombre, temible por desalmado como un demonio.

De inmediato exigieron a Pánfilo que les entregara el dinero que llevaba, poniéndole un puñal en el cuello; el arriero suplicaba que no lo mataran, argumentando que apenas estaba iniciando su viaje y que solo llevaba unas cuantas monedas de plata, en tanto decía esto, extrajo de una de las alforjas de su cabalgadura una bolsa de cuero, donde llevaba las monedas de plata. Los bandidos estaban ocupados contando las monedas, cuando la burra propinó certeras coces al Rojo y a sus secuaces, quienes soltando las monedas se alejaron gritando de dolor. Pánfilo recogió sus monedas y en pago por sus buenos servicios, a partir de ese día, la fiel burra solamente cargó los bultos con la harina (y el oro)

Pasaron así cuatro años de viajes por la montaña, el buen hombre siempre viajaba acompañado de su buena burra, a quien ya para entonces le llama “Golondrina”, por la alegría que mostraba cuando se hacían al camino, aunque tenía buen cuidado de que los extraños no se pusieran al alcance de sus rápidas patas traseras.

En uno de tantos viajes, llegaron a un campamento de gitanos, quienes cantaban y bailaban alrededor de una hoguera; al llegar Pánfilo con sus bestias, fue bien recibido, pues necesitaban los granos que llevaba el arriero. Después de negociar el precio, los gitanos descargaron el granos y Pánfilo descargó la harina, bulto que acomodó junto al jergón en que dormiría, atando a su burra Golondrina junto al bulto. Las acémilas y el macho los ató a una cuerda tendida entre dos árboles. Cuando la fiesta se acabó y los niños y los jóvenes se fueron a dormir, una mujer con fama de hechicera se acercó a Pánfilo, pidiéndole una moneda y a cambio de la cual, le prometió hacerle un buen regalo en el futuro; Pánfilo se rió para no enemistarse con la mujer y le obsequió una moneda de cobre. La hechicera se enojó y le dijo que el regalo se lo haría a la burra, pues lo merecía mas que él, todos rieron de buena gana, en tanto la mujer hacía un conjuro con un ramo de flores sobre la apacible burra, en tanto le decía: “Dentro de un año y tres meses, contado a partir de hoy, parirás un asno que será mas listo que tu amo y a quien recordarán por siempre”. Todos los presentes reían a grandes carcajadas, en tanto Pánfilo no sabía si apenarse o enojarse, al final solo pudo sonreír con timidez.

Al día siguiente el arriero continuó su camino, agradeciendo la hospitalidad de los gitanos. Pasaron los meses y no recordó lo dicho por la gitana, hasta que un día notó que el vientre de la Golondrina crecía en forma evidente. Haciendo memoria, Pánfilo recordó que hacía poco tiempo había llegado a una hostería donde estaba hospedado otro arriero, quien viajaba con un asno negro, ese animal debió haber embarazado a su burra, pero como dice el dicho: “El dueño de la madre, es el dueño de la cría”, era una ganancia extra, pues en su momento podría obtener unos buenos duros por el animalillo.

Como había dicho la gitana, había pasado un año y tres meses de aquella noche pasada en el campamento de los gitanos; entonces le llegó su tiempo de alumbramiento a la burra. Fue a mitad de una jornada especialmente pesada, pues habían tenido que cruzar entre cerros y barrancas, por lo que al llegar al llano, a la orilla de un río, la Golondrina se echó y puesta de costado, empezó el trabajo de parto. Pánfilo se mantuvo alerta a prudente distancia, para no interrumpir un proceso que se da de forma natural. La naturaleza hizo su trabajo y tiempo después un borriquillo se encontraba echado sobre la hierba, su madre lo lamía para limpiarlo y él se preparaba para su nueva vida. Pánfilo se acercó a ver a su nuevo animal, le acercó agua a la madre y le hizo algunas caricias para tranquilizarla. El animalito le llamó la atención y le hizo gracia por el color de su pelaje, era totalmente negro, pero las orejas y el rabo eran blancos, como la nieve, lo que le confería una apariencia muy singular.

Permanecieron dos días en ese lugar, en tanto la Golondrina se reponía y el borrico aprendía a dar sus primeros pasos, primero inseguro, trastabillante, luego confiado y travieso, pero siempre junto a su madre, presto a pegarse a las ubres de la burra.

Luego continuaron sus viajes, la Golondrina se veía mas alegre, siempre pendiente de su travieso borriquillo, quien llamaba la atención en cualquier lugar a donde llegaran; los chiquillos se arremolinaban para acariciarlo y el animalito y su madre los toleraban, ella como orgullosa de su singular cría. Seis meses después, en tanto se encontraban en el día de mercado de un reino, un joven Príncipe que deambulaba curioseando los puestos, reparó en el burrito, quien de inmediato atrajo su atención, se acercó a él y le acarició la cabeza. Le llamaron la atención sus peculiares orejas blancas y preguntó el precio del animalito, una vez puestos de acuerdo en el precio, pidió a Pánfilo que lo llevara a las cuadras reales. El acompañante del Príncipe entregó a Pánfilo unas monedas de oro y todo quedó arreglado.

Cuando dos años después Pánfilo volvió al reino, supo que el asnillo se había convertido en la mascota preferida del Príncipe, quien le había dado el nombre de “Bronzo” y era frecuente que se viera al borriquillo correteando alegre por los alrededores; todos lo cuidaban y mimaban, pues el Príncipe era muy celoso con el cuidado de su mascota.

Pasó el tiempo y la madre de Bronzo envejeció y ya no fue mas a los viajes de comercio. Pánfilo también se hizo viejo y ya no viajó mas, pero le llegaban noticias de Bronzo; como uno de sus hijos había seguido el oficio del padre, recorría los mismos pueblos y le llevaba noticias y saludos de sus conocidos. Por él supo que a Bronzo le brindaban cuidados como al mas fino caballo pura sangre en las cuadras del Príncipe. Pánfilo no se acordó mas de la gitana, pero parece que la vieja tuvo razón, pues por lo que parecía, el burrito vivía mejor que el arriero y por mucho tiempo se habló del singular borrico de orejas y rabo blancos.

La madre de Esteban salió al jardín y llamó a su hijo, pues era la hora de comer y no era conveniente que estuviera tanto tiempo solo. Los amigos sonrieron y Dondín dio por terminado su relato; ante las protestas del niño, el duende le ofreció que en otra ocasión le contaría mas historias del asno que hablaba.





L É X I C O

Parlante Que habla o parla.
Duros Moneda de cinco pesetas
Hospedería Casa o habitación destinada al alojamiento de personas
Sendos Uno o una para cada cual para dos o mas personas o cosas.
Coces Patadas violentas que dan las caballerías
Acémilas Bestias de carga, preferentemente el mulo
Hostería Casa donde se proporciona alojamiento y comida mediante un pago
Trastabillante Dar traspiés o tropezones, tambalear, vacilar, titubear.
Ubres En los mamíferos, cada una de las mamas de la madre.

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