viernes, 25 de febrero de 2011

Dondín y las luciérnagas

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Una tarde de verano, Dondín se encontraba ayudando a Esteban a construir un juguete, construido a partir de trozos de madera y pegamento, en realidad llevaban todo el día intentando armar el juguete y no acababa de gustarle al niño, por lo que una y otra vez lo desarmaban y volvían a intentarlo. De haber querido, Dondín se lo podría haber hecho a base de su magia, pero era necesario que Esteban aprendiera a valerse de sus habilidades manuales, desarrollando su intelecto, pues cuando fuera mayor, que se terminara su inocencia y dejara de creer en los duendes, se habría acabado su relación con Dondín y se atendría solo a sus propias habilidades y conocimientos, por tal razón, el duende solamente lo iba guiando, aconsejando, pero siempre dejaba que Esteban decidiera lo que haría.


En tanto Esteban y Dondín se entretenían en el jardín, el molinero Jacobo, padre de Esteban, miraba a su hijo jugando con unos palitos, nunca se imaginaría que estaba en compañía de un duende que lo cuidaba y enseñaba. Jacobo se afanaba en reparar las paletas del molino, que se habían roto el día anterior; le urgía terminar de repararla, pues se le acumulaban los sacos de trigo en la bodega y sus clientes le urgían en la entrega de harina. Jacobo estaba empeñado en labrar un grueso tablón que serviría para reparar el álabe, que era el mecanismo que hacía que el agua moviera el molino, con formones y hachuela retiraba trozos del tablón para darle la curvatura necesaria. En tanto Soledad, la madre de Esteban, limpiaba a conciencia el interior del molino, particularmente en las zonas que, al estar en movimiento el mecanismo, se hacía difícil de limpiar. La señora canturreaba una tonadilla que hacía sonreír a su marido y ponía contento a Esteban, decía mas o menos así:

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